01 septiembre 2008

Italia y el Hotel Da Verrazzano


Contenido

  • Concepción, gestación y alumbramiento del viaje. (Pendiente de correcciones 21-9-2008)

  • Inicio del viaje. (Borrador 13-10-2008)

  • El Hotel Da Verrazzano. (Borrador 26-10-2008)


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Concepción, gestación y alumbramiento del viaje
No es que todo empezara mal, pero el hecho de que no hubiera sido mucho peor fue por pura suerte. En verdad os digo que habíamos comprado todos los números, con avaricia, pero no nos tocó el premio "guiris tontosdelculo 2008".

Fuimos los cuatro: mi mujer, sus dos hijas y yo, marido y presunto padre respectivamente. Por alguna razón que no entiendo, cuando optamos por pasar unas vacaciones en Logroño (o Cuenca, que viene a ser lo mismo aunque no sea igual), las hijas no vienen ni en las fotos que llevo en la cartera. Pero cuando se trata de pasar horas y horas en el aeropuerto, somnolientos, aburridos, cansados, asqueados, sudorosos, malhumorados..., ahí estan: sus sombras haciendo sombra a nuestras sombras.

En estos casos, el presupuesto se multiplica por x, siendo x mayor o igual a 2 y resultando al final una cantidad siempre superior a la que se piensa al principio y nunca menor de la que se teme al final. Pero uno acaba cumpliendo sumisamente con las obligaciones que conllevan de serie los hijos modernos. Cuando nacen, se firma con ellos un contrato indefinido en el que sólo hay dos cláusulas: la primera, "obligaciones de los padres", y la segunda "derechos de los hijos"; no hay más. Ambas son ampliadas con el tiempo por la segunda parte contratante, es decir, por los hijos, siendo el contrato "de por vida".

No quisiera desviarme demasiado del tema principal, ese fantástico viaje a Italia, pero estoy ansioso por compartir una reflexión que llevo madurando hace tiempo. Mi generación debería llamarse "la generación gilipollas" (Gilipolla's Generation). Y te explico por qué. Muchos hemos empezado a trabajar desde muy jovencitos. La norma, que cumplíamos a rajatabla, era entregar el salario íntegro a los padres. Éstos, y siempre que nos portáramos bien, nos daban algunas monedas para pasar el fin de semana, aunque siempre salían pruebas de sus mangas que demostraban que nos habíamos portado como los peores hijos que animal alguno podía concebir.

Tanto es así que, la primera semana de casados, teníamos pensado pedir prestado para comer, de no haber recolectado dinero en la boda. La generación gilipollas ha trabajado una parte de su vida para entregar el salario a los padres, otra para entregarlo a los hijos. Y la culminación de la gilipollez generacional es la combinación de las dos etapas anteriores: se sigue aún trabajando para los hijos cuando resulta que los padres necesitan otra vez ayuda. En fin, es lo que ha tocado y bien es verdad que ni la anterior ni la posterior generación han gozado de la potestad de practicar tanta generosidad.

Pero vayamos a lo que íbamos.

Este año no habíamos tenido demasiado entusiasmo por las merecidas vacaciones. El año anterior nos fundimos el presupuesto de todo un quinquenio por el gusto de ver rabiar a los amigos, conocidos, familiares y otros enemigos en general. El déficit acumulado hacía que en el horno no cupiera ni un bollo más.

Pero, a última hora, como siempre, nos vimos tristes, desolados, castigados por un mundo inmensamente cruel e injusto con nosotros. Éramos los más mártires de la historia de los mártires de la creación. Y todo por la inminente posibilidad de prescindir de nuestras merecidísimas vacaciones. Y más viendo que los vecinos acarreaban alegremente sus maletas sin siquiera pestañear, sonriéndonos con tal sobredosis de sarcasmo que de buena gana los hubiera encerrado a todos en sus propias maletas, arrojándolas luego a un hermoso lago que queda cerca de aquí.

A la hora de la verdad, lo de Logroño no procedía. Incluso lo de coger el AVE en Tarragona para visitar la capital del Estado parecía como demasiado ordinario, como si estuviéramos de vuelta de todo y como si fuéramos los autores de la mayoría de las enciclopedias sobre la geografía española. Así que se sentó la primera premisa: todo lo que no incluya subirse en un avión, no son vacaciones ni son otra cosa que una grandísima mierda pinchada de un palo. Los objetivos, los que eran aptos para no romper aún más un presupuesto que ya estaba hecho trizas, se iban dibujando poco a poco en nuestras mentes: Londres, Irlanda, París, Italia, Portugal...

Toda la planificación del viaje se concibió tres dias antes de subirnos en el primero de los cuatro aviones que nos llevaron y nos trajeron. Alejar nuestros blancos y apestosos culos del suelo y mantenerlos flotando en lo más alto de las altas nubes era la esencia del viaje, lo básico y fundamental. El momento y el lugar para devolverlos a su altura cotidiana pasaba a ser una simple anécdota.

Encontrar vuelos y sitios a donde ir no era demasiado difícil. Lo más difícil era decidir. Todas las opciones estaban cargadas de tantos atractivos como inconvenientes. Un viaje a Londres económico nos colocaba a todos en un hotel que le rompía a uno el alma y le consumía la poca moral que le quedaba. Era algo depresivo; ví la foto y me ponen en aquella habitación y pierdo el apetito durante meses. Por el contrario, si la opción era tentadora, los precios se disparaban de tal modo que, igualmente, no hubiera podido comer en todo el viaje pensando en como me las arreglaría para atender los compromisos con la Visa.

Visité un par de agencias de viajes. Pero sus respuestas me llegaron una semana después de haberme reincorporado al trabajo. Eso sí: eran viajes de la hostia. Pero por suerte fui muy listo y, en lugar de esperar sentado a que me llamaran, me conecté a Internet y comencé a buscar. Yo mismo montaría un irresistible paquete vacacional y lo conseguí: me costó resistirlo.

Encomendé mi alma a Internet. Buscando y buscando, fui a parar a un par de webs a las que iba solicitando posibilidades, de forma simultánea, para ver cual era capaz de satisfacerme mejor. Al final me quedé con una, con un nombre que casi no recuerdo pero que me suena a http://www.bastantesviajes.com/. Es algo fantástico: te pregunta dónde, cuándo y cómo quieres ir y te da una decena de posibilidades ordenadas por precio: las más baratas arriba. No me entretuve jamás en ver las de abajo de todo.

Por orden, miraba el precio, para que la suma de todo no se fuera de madre. Luego el hotel, a ver que tal. Y, al final, los vuelos, por eso de madrugar lo menos posible. Consulté con cada uno de los miembros (con perdón) de la familia para comprobar que a nadie le disgustara la idea de antemano. El vuelo con destino a la mismísima Florencia (Firenze en italiano, mira que son raros) y un hotel asequible en esa ciudad, con desayuno y todo, era todo lo que buscaba. Y lo conseguí.

Confirmé el viaje, di todos los datos que me pidieron, con el número de la Visa, y supliqué al cielo que no se cumplieran mis temores de haberme quedado sin dinero y sin viaje. Cuando hube pagado di por hecho que solo un milagro me haría llegar los billetes de avión y me ví en el aeropuerto discutiendo con los azafatos y azafatas del mostrador de facturación. Por otro lado, en casa empezaron a formularme preguntas que nunca me hubiera planteado de haber ido yo solo de vacaciones: ¿Es bonito el hotel? ¿Cuánto dura el viaje?.

Las dudas germinaron en mi mente con fuerza, como en un campo previamente abonado con estiercol. Y se esparcieron por todo lo ancho de mi cabeza. Empecé a buscar comentarios sobre el hotel. La publicidad es una cosa y la realidad es, siempre y sin excepción, peor: muchísimo peor. Ahí me topé por primera vez con el hotel Da Verrazzano.

Busqué los comentarios de los huéspedes que habían pasado por allí. Algunos decían que las habitaciones eran grandes, pero la mayoría me incitaban a reclamar el dinero ya pagado y buscar otra opción. Entre los inconvenientes que se anunciaban de forma más repetitiva se encontraban la poca presión del agua de la ducha, los ruidosos muelles de la cama, la ausencia de aire acondicionado, un desayuno escaso, la televisión que sólo servía para empeorar la decoración, etc.

Me callé todos estos comentarios, y muchos más, rezando para que cuando llegáramos al hotel no optáramos por salir corriendo y tirarnos a un río cercano que localicé gracias a Google Maps.
Al dia siguiente, volví a por más, con la esperanza de que algún viajero en sus cabales me confirmara que se estaba bien, como un puto rey. Pero los que encontré no hicieron otra cosa que confirmar que lo que había visto era de lo más suave. Quise esconderme donde nadie pudiera encontrarme.

Ese mismo dia me llegaron los billetes de avión por correo electrónico. Pero pronto comprobé que, para llegar a Italia, teníamos que pasar por Munich y participar en una carrera de 500 metros obstáculos por el aeropuerto si queríamos montar en el siguiente avión que nos esperaba. Teníamos 20 minutos para adivinar el recorrido y llegar a la meta.

Tuve que comentar esa menudencia de detalle a la familia, para lo cual me puse guapo y monté una rueda de prensa en la cocina. La Angustias, mi mujer, nerviosa de por sí, empezó a leernos un listado mental con todas las posibilidades que confluirían para quedarnos en Alemania, dando vueltas como gilipollas por el aeropuerto, comiendo franckfurts, y sin otra opción mejor que la de esperar a que la policía nos metiera en el calabozo por vagabundos.

Aparte de esto, la preparación no tuvo más complicaciones que las de preparar las 2 maletas de 30 kilos de cada una de las féminas de la casa, y una bolsita reutilizada del "Dia" para meter todo mi equipaje. Supuse que los sherpas nos estarían esperando en la escalera. Pero supuse mal porque, al final y como siempre, tuve que cargar yo mismo con la mayoría de las maletas mientras la bolsita del "Dia" colgaba de mi boca; soportando, además, las ironías de que estaba chocheando... ¡con lo que había sido de joven!

Inicio del viaje
Llegó el dia. El avión levantaba sus grandísimos cojones (porque había que tener cojones para hacer volar aquello tan pesado) del suelo a las 8 de la mañana del 7 de agosto de 2008, por lo que teníamos que presentarnos en el aeropuerto del Prat a las 6, por lo que teníamos que levantarnos a las 5 menos cuarto. Pero como la Martirio, mi hija mayor, dedicaba más tiempo a acicalarse que a los libros de la universidad, mejor era, y de hecho fue, tocar diana a las 4 y cuarto. Aquella noche dormí poco. Y, francamente, mejor hubiera sido dormir menos porque acudieron a mí toda variedad de pesadillas de las que no pude escaparme ni siquiera en el momento en el que me levanté a beber leche, por hacer algo que esperaba me saliera bien. Porque tampoco fue así, porque el cartón de leche, lleno hasta los bordes, acabó espanzurrado por el suelo. Me pasé una hora deambulando por el piso en busca del cubo, de la fregona y achicando lleche de la cocina; para luego tener que oir de mi mujer la evidencia de que lo había dejado todo hecho una mierda.

Seguí soñando y me veía durmiendo en las sillas del aeropuerto alemán durante 7 noches; o ahogándome entre sofocos de calor y máscaras de oxígeno en un hotel en el que ni siquiera había agua para lavarnos las manos, con el orinal bajo la cama, repleto hasta los bordes de lo que había dejado el huesped anterior, y donde nos preparaban un desayuno que acabaría mandándonos a todos al otro barrio sin poder despedirnos de los seres más queridos.

Salté mientras dormía, dormí mientras saltaba. Sudé la camiseta del pijama como nunca han sudado sus camisetas ninguno de los jugadores del Barça.

Tocó diana: ¡nenas, arriba, ahhhhhRRRRRR!!!!!!!

El pasillo estaba repleto de pisadas de color blanco, pero eran tantas las pisadas que por un momento me figuré que eran las de un batallón de infantería que volvía de la guerra. Mi mujer pegó un rugido asesino y una pregunta:

- ¿Qué ha pasado aquí?

Soltaba gotas de adrenalina por los ojos y por las orejas. Desde el dia que estrenamos el piso habrá hecho millones de kilómetros con la mopa delante de ella y ella detrás de la mopa. Siempre había estado impecable, pero aquel dia no.

Las neuronas de mi cerebro se iban recomponiendo y acudiendo al puesto de trabajo. Cuando este lento proceso se terminó, caí en lo que había pasado. Y exclamé:

- ¡La leche!

- Eso digo yo, ¡la leche! - dijo ella.

- No que ha sido la leche que ayer se me cayó en la cocina - desvelaba el misterio yo.

- ¿En la cocina? ¿Y cómo estará la cocina? - Tuvo curiosidad en esos momentos de la mañana.

Tendremos nuestras diferencias, pero cuando una pareja está compenetrada se nota y nadie puede evitar que se note. Porque lo primero que hicimos los dos al entrar en la cocina fue coger al gatito que nos habían regalado la semana anterior que se había quedado pegado al suelo blanco.

Después de dejarlo todo en orden, de darle un besito al gato, de echarle comida al único pez que quedaba de los ocho que había comprado pocos dias atrás, de bajar tropocientas maletas volvíendome loco por meterlas en los ascensores, cargar el coche y repasarlo, partimos.

En el ascensor pensé en Soledad, el pez que sobrevivía. Compré ocho pececitos de esos rojos, con el formato más simple que encontré en el mercado. Eso de cruzarlos para que tengan colores estrambóticos, colas que no pueden manejar, y aletas en la nuca, siempre me habían parecido mariconadas que no van conmigo. Cuando abrí la bolsita los tiré a la pecera. Y cuando volví de tirar la bolsa, ya había uno que lo enconté, al muy hijoputa, flotando panza arriba.

- ¡Que me has costado 2 euros, cabronazo! - Me salió del alma gritarle al animalico que seguía flotando sin inmutarse.

Ni siquiera llegó a la ceremonia del bautizo. Porque en otras cosas no pongo tanto cuidado, pero quiero que cada pez tenga su nombre para que cuando le hable sepa que me dirijo a él. A uno le puse "Cesar Augusto de Gonzoaga y Arnaldes de la Montoya", a otro "Julio César Victoriano Martínez-Carvajal de Todos los Santos", a otro "Maria de la Purificación Bermudez Iturriaga de Anasagasti"... Y así a todos. Aunque, acababa llamándoles por el diminutivo cariñoso: Cesarito, Julito, Mari Puri...

El coche cubica la hostia. Pero aquella mañana se recalentó el motor en la rampa del párking de lo cargado que iba. Íbamos de viaje, pero cualquiera que nos hubiera visto hubiera pensado que estábamos en plena mudanza. Por suerte, a aquellas horas no encontramos a ningún vecino con ganas de partirse el pecho con la escenita. Yo mismo, que conducía, tenía una maleta rozándome cada una de las dos orejas (que todavía tengo G.A.D.), una bolsa de viaje en los pies y un neceser sobre las rodillas. La mujer comentando "vaya mierda coche fuiste a comprar..."; yo concentrado en que el equipaje no me descoyuntara el menor despiste.

El viaje hacia el aeropuero fue bien. Sin novedades. Pagar el peaje de Martorell, más caro que el año anterior, y meter el coche en el aparcamiento del aeropuerto fue tarea rutinaria para un experto en filosofía como yo. Nos anotamos la zona de la plaza de párking (es como el juego de los barquitos: B-8) porque una vez que no lo hicimos nos pasamos una tarde entera buscando el coche y al final acabamos en comisaria denunciando un robo que resultó no serlo y con los mossos de esquadra mirándome como si fuera tonto. Esas miradas me disgustaron profundamente.

El aeropuerto del Prat no es ni grande ni pequeño. Pero el tamaño es lo de menos, porque siempre nos las ingeniamos para entrar por la puerta más alejada del mostrador de facturación que nos corresponde. Eso después de patearnos por completo las terminales equivocadas. Viajábamos con Lufthansa, aviones alemanes, buen comienzo. Nosotros y nuestro equipaje ocupamos una cola entera. El resto de pasajeros estaban repartidos en las otras tres.

Todo transcurre con normalidad desde que nos aceptan, sorprendentemente, los billetes que imprimí a partir del correo electrónico de http://www.bastantesviajes.com/. Acudimos a la puerta de embarque, nos montamos en un autobusillo de esos en los que al conductor le importa una mierda si te vas a caer o no, nos montamos en el avión, estuvimos casi la mitad del tiempo con el avión dando vueltas por la pista, y, finalmente, despegamos. Me encanta esa fuerza que usa al despegar.

Puesto que las hijas adolescentes huyen de los padres de forma natural, y puesto que a mi mujer algunas cosas le causan una indiferencia supina, resulta que las hijas se pelearon por estar en la ventana y ver el paisaje, mientras que yo la tenía la ventana asegurada de antemano. Encuentro que deberían poner letreritos aptos para los pasajeros para que supiéramos por donde andamos. Seguro que volamos sobre los Alpes, porque vi montañas nevadas. Pero si me dicen que estábamos en territorio turco, me lo hubiera creido. Así tendrías más cosas que contar:

- Volamos sobre los Alpes, rodeando el lago Tal y junto al valle Cual. Cruzamos la frontera de Alemania desde Suiza, y, a lo lejos, con un sol adorable, se veían destellos del alegre pasar de las aguas del Danubio.

De otro modo, lo único que cuentas es que el zumo estaba horroroso y que todavía andas en plena digestión la hamburguesa que te pusieron.

No he montado demasiadas veces en avión, supongo que habrán sido una treintena de veces. Pero en este vuelo me sorprendió el aterrizaje: literalmente nadie notó el momento en el que las ruedas tocaron el suelo. Será el piloto, será el avión, pero cuando quise darme cuenta ya me habían dejado solo en el avión porque todos se habían bajado ya. Este vuelo, como he contado, lo hicimos con Lufthansa.

Ya estábamos en Munich. Ya nos habíamos puesto las zapatillas de deporte, ya habíamos realizado los ejercicios de estiramiento oportunos en mitad de la pista de aterrizaje. Yo me había puesto incluso una cinta en el pelo: no quiero que el viento se lleve el único pelo que tengo. Todo estaba listo y sólo necesitábamos espacio en la terminal para correr a tope. Parecíamos, antes de que nos dejaran libres, perros atados mirando a una sabrosa liebre. El avión hacia Italia ya estaba aparacado y nosotros todavía no sabíamos dónde. ¡Te encontraremos, maldito pajarraco metálico!

Mientras bajaba por las escaleras del avión imaginé a nuestras maletas en Florencia sintiendo la inmensa soledad de quien espera y no sabe que nadie irá jamás en su busca. Y ellas, nuestras maletas, dando vueltas sin cesar, montadas en una inagotable cinta que las marea, las esconde a la vista de los viajeros y las vuelve a mostrar una vez tras otra. Una lagrimita asomó entre la curtida piel de quien sabe ser fuerte como Rambo y sensible como Heidy. Y ese, amigo lector, amiga lectora, soy yo. Sólo que nunca sé concocer el momento adecuado para usar cada una de esas, entre cientos, dos cualidades.

Los alemanes hablan tan raro que nunca podré creer que se entienden entre ellos. Por suerte, hablan inglés. Y yo, a base de algunos títulos de las canciones de los Beatles, tengo mi pequeño vocabulario prefabricado. Las azafatas de tierra alemanas, mujeronas tan altas y tan fuertes que de un sopapo hubieran podido montarnos en el avión, eran, sin embargo, muy amables y educadas. Preguntamos por la puerta (gate) donde se encontraba aparcado el avión que desde Munich (los de http://www.bastantesviajes.com/ hubieran podido obligarnos a hacer escala en Méjico, por lo cual agradecemos públicamente que no lo hubieran hecho) nos llevaría a Florencia. La bella azafata de ojos azules y blanco sujetador comprobó, cosa que a nosotros ni se nos pasó por la cabeza, que no hubiesen cambiado de puerta al avión (sólo nos faltaba eso para rematarnos) y nos dijo lo que era de esperar: si habíamos entrado por una punta del inmenso edificio, el avión estaba, lo has adivinado, en la otra.

Lo de las olimpiadas de Pekin lo hemos visto con la sonrisa de quien se sabe superior a esos deportistas que tienen marcada en el culo su fecha de caducidad. Avanzamos directos hacia la "gate" indicada, mirando carteles y flechas, apartando abuelitas a bolsazos, esquivando muchachotes, que podían habernos guanteado, con sonrisas y disculpas, saltando papeleras, derrapando las curvas con maestría, reprimiendo las necesidades por el camino (en el avión nos resarciremos tanto que tal vez no pueda despegar), nadie nos adelantó y adelantamos a todos.

Por fin, el letrerito luminoso de la gate indicaba un vuelo y un destino que coincidía con el indicado en todos los billetes que obraban en nuestro poder. Otra cosa no seremos, pero listos... Tuvimos que tomar otro de esos autobuses conducidos por un conductor al que le habían dado en clase las diversas maneras de hacer caer a los pasajeros despistados, es decir, frenando bruscamente a la menor oportunidad, arrancando por sorpresa, dando giros en redondo si se terciaba, etc.

Cuando vimos al avión casi nos dio la risa tonta. Era pequeñito y con élices. La compañía se llama Air Dolomiti. Cuando el conductor nos paró frente al cacharrito no pude evitar preguntarle en mi italiano espagueti:

- ¿Questo vola? - Hice los gestos con los brazos de querer levantar el vuelo, como si me hubiera reencarnado en ave en aquellos momentos, incluso flexionando las piernas para dar más sensación de realidad.

- !Si vola, si!

Supuse que volaría, porque si no hubiera sido así, tampoco lo hubieran dejado aparcar. Al final subimos. El avioncete demostró que tenía más mala leche de lo que aparentaba y despegó sin dificultad alguna. Me senté otra vez junto a la ventana, mientras mis hijas se disputaban el asiento y a mi mujer le daba lo mismo ochenta que cuarenta. Volamos más bajitos (no es que en el avión solo admitieran personas que no fueran muy altas, sino que el vuelo no alcanzaba tanta altura como en los aviones más grandes). Vimos montañas nevadas que supuse, a falta del letrerito correspondiente, eran los Alpes. Una hora y algo para llegar al aeropuerto de Florencia con un aterrizaje que, comparado con el anterior, parecía al de un pato aficionado a la cerveza. Pero sin sobresaltos. Todo correcto, con su pequeño aperitivo de a bordo y sin nada que reprochar.

Al salir del aeropuerto tuvimos que servirnos de un taxi. Lo primero que hizo el taxista es decirnos que el trayecto tenía un precio fijo: 25 euros. Luego nos saludó. Sería el precio que le saldría de los cojones en aquel preciso momento, pero cualquiera se ponía a discutir. Si le hubiesemos dicho que no estábamos de acuerdo seguro que nos lleva al hotel de Florencia pasando por Quintanilla de Abajo. Así que dijimos amén, apagó el taxímetro y nos vimos camino del hotel. En Italia, tanto los taxistas como los conductores de autobús van a su bola, a tope por la ciudad, sin pensar en que cualquier momento puede salir un niño corriendo por la próxima esquina. Es un estilo propio de allí.

Nos dejó el tiparraco en la puerta del hotel. Aparte de lo del taxímetro "digital", tampoco hubo nada que reprochar y la amabilidad fue excelente. Mucho calor aquellos dias. Entramos en el hotel y ya tuvimos la primera sorpresa.

El Hotel Da Verrazzano

Ya le tenía ganas a esta parte. La verdad es que parece increíble que lo que cuento seguidamente sea real. Pero lo fue. No, no esperes a que te cuente que salieron vampiros del cuarto de baño ni cosas similares. Nos situamos: habíamos reservado una habitación, año 2008 del siglo 21, Italia, Europa, Florencia... ¿Ya estamos situados? A mi me costó, también te lo digo.

Y si lo cuento es porque ya me aburre ser parte de ese gran rebaño de bonachones que decimos amén a todo lo que nos echen. Pagar y callar. Y por este orden, no nos vayamos a equivocar.

Bien, empecemos por el principio.

Entramos las maletas y nosotros al hotel. Siempre hay un señor detrás de un mostrador al que no sé como llamar, si hotelero, si conserje, si portero, si recepcionista. Cultivo con esmero mi amplia incultura, como puedes ver. Saqué de mi bolso varonil (mi cuñado lo llama mariconera) la hoja que imprimí desde la web www.bastantesviajes.com/ahitelasapañes. En la hojita se detallaban los dias de entrada, de salida, mi nombre, el precio, etc. El señor ese del hotel cogió la hoja, se acercó al ordenador y se puso a darle al teclado y al ratón durante un tiempo que consideré excesivo. Luego cogió un listado y repasó las hojas incluso por la cara en la que no había letras. Eso me empezó a mosquear un poco. Luego, el tipo comenzó a rascarse la cabeza mientras volvía a mirar al ordenador, al listado, a otras hojas, y empezó a rebuscar en cajones y en armarios. Nos buscó muy bien, pero no nos encontró.

Al final confesó: "no tenemos ninguna reserva a su nombre". Hablaba un español prácticamente perfecto, así que entendimos a la primera que ya estábamos cogiendo las maletas y largándonos de allí. Y, si puede ser, corriendo sin mirar atrás.

- ¿Tenemos que volvernos a España? - Me salió del alma. Fue la única posibilidad que se me presentó en aquel momento. Otra vez al taxi, otros 25 euros, otra vez al Air Dolomiti, a Munich, volar con el piloto que es un maestro aterrizando, Barcelona, autopista y "pa casa, tontolaba".

- ¡No, no! Vamos a solucionar el problema: hay habitaciones libres. - Dijo el italiano del hotel.

Eso me mosqueó al límite: en pleno agosto, un hotel en Florencia, se presenta una familia de pueblerinos, ¿y la pueden alojar sin problemas? Joder, joder... eso me confirmaba lo que había leído por Internet y que éramos los únicos suicidas capaces de alojarnos en un hotel en el que nos gastarían una putada tras otra. Me fijé en si entraba o salía alguien y, al no ver a nadie más que al que estaba detrás del mostrador, nos dimos por sentenciados. Que sea lo que Dios quiera.

Cuando nos aseguró el recepcionista que nuestra estancia estaba garantizada, lo primero que pregunté es si había aire acondicionado. No quería pasarme unas vacaciones sudando noche tras noche como un pollo y caminando cansinamente por las calles de Florencia esperando, como consolación, a que la noche llegara para dejarme caer de debilidad sobre una cama caliente en la que no volvería a pegar ojo en toda la noche y deseando que llegase el dia para cambiar de tortura, por tener algo de variedad.

Nos dio las llave y nos avisó de que en el ascensor sólo podían subir dos personas. Unos dias más tarde nos contó que los bomberos (eso parece fruto de mi imaginación, pero es verdad que nos lo dijo) habían pasado por el hotel 2 veces en una semana para sacar a unos cuantos huéspedes que se habían pasado por el forro de los cojones el aviso que había al respecto al lado de la puerta del ascensor.

Mis hijas se quedaron en el primer piso y nosotros, mi mujer y yo, arriba del todo, que era un cuarto piso. El ascensor se comportó como un machote y nos subió sin siquiera lamentarse. La habitación estaba al final de un oscuro pasillo. Y si digo oscuro es porque no había ni una triste bombilla, ni una triste vela que rompiera la totalidad de la oscuridad. A tientas fuimos la primera vez, hasta que nos topamos con la puerta de repente.

Quiero dejar constancia de que estos detalles, que pueden parecer tan tontos e irreales, son ciertos al ciento por ciento; o incluso más. Y es que ya les vale a los del hotel no molestarse en poner una triste y solitaria bombilla en el pasillo. En todos el tiempo que estuvimos, que fueron 6 noches, nos las arreglamos con la luz del móvil. Nos figurábamos exploradores dentro de una cueva tenebrosa cada vez que teníamos que entrar en la habitación, que quedaba, como te he contado, al fondo del oscuro pasillo.

Y la llave también tenía su propia guasa. Pesaba el llavero casi medio kilo. No podías dejarla olvidada en ningún lado porque si se te caía iba directamente al pie. Si me animo a hacerme una foto de la uña del dedo gordo, podréis comprobar el testimonio de uno de mis despistes. Pero eso no era todo. El caso es que, una vez cruzado el oscuro pasillo, se llega a la puerta y ésta tiene que abrirse con la llave que nos entregaron en recepión. Como la cerradura no tenía "tope", había que adivinar la profundidad exacta en que la llave debía ser introducida en ella, porque si no dabas con la justa medida, no había otra manera de abrir la puerta que echándola abajo a mazazos, cosa que estuve tentado de hacer no pocas veces y que, gracias a los consejos de mi mujer ("¡si es que eres burro hasta para abrir una puerta!"), evité por muy poco.

Noté, eso si, que cuando volvíamos al hotel habiendo tomado más vino del que necesitaban mis sedientas células, lo de abrir la puerta se convertía en un espectáculo en el que eran mentados la mayoría de los Santos que habitaban en el firmamento. Y sin olvidar, como no podría ser de otro modo, dar mi opinión de sus madres, padres y abuelos. En este hotel lo de abrir con una tarjeta hubiera sido como hacerlo pasar precipitadamente hacia adelante por el túnel del tiempo.

La primera vez que entramos en la habitación pude comprobar, con gran alegría por mi parte, que el aire acondicionado funcionaba. No podía creérmelo. Y lo noté, en primer lugar, por el grandioso ruido que hacía. Aquello parecía un reactor termonuclear salido de revoluciones que había que mirarlo con los brazos protegiéndose la cara porque parecía que estaba a punto de explotar. Tuvimos que elegir: o sufrir calor, o sufrir grandes dolores de cabeza con tanto ruido.

Pero, al final, la cosa no fue tan grave porque nos las arreglamos para dejar el monstruoso artefacto encendido durante el tiempo en el que nos dedicábamos a deambular por las calles italianas y apagarlo por la noche, con la colaboración del aire, que a aquellas horas era nuestro único amigo y refrescaba.

Y si la cerradura estaba concebida para probar los límites de mi paciencia, así como el aparato de aire ponía a prueba mi temple, la cama se sumaba a la serie de detallitos que parecían concebidos para una película de los Hermanos Marx. Los muelles hacían tal ruido que, incluso, el motor termodinámico nuclear del aparato de aire parecía un susurro, si lo hubiésemos comparado. Sólo había un movimiento que no se convertía en un inmenso "ñic ñoc" cuando uno posaba su cuerpo sobre cualquiera de aquellas camas: pestañear. Y no siempre.

Como te iré contando, tuvimos suerte de llegar al límite de nuestras posibilidades físicas cuando diseñamos nuestro merecido "descanso" vacacional. Porque llegábamos tan reventados al hotel que, al final, nos hubiera dado lo mismo encontrarnos con una docena de cerdos metidos en la cama, que hubiésemos dormido con ellos no sin antes darles un besito de buenas noches en los mismísmos morros.

El primer dia, después de dar un paseo breve por el centro, nos dispusimos a dormir pronto. Desde las 4 de la mañana ya merecíamos un descanso. Yo me había empeñado en que éramos los únicos huéspedes de aquel hotel, al que los dueños usaban de tapadera para blanquear sus enormes ventas de cualquiera de las actividades ilícitas que el mercado pone a disposición de cualquier mafiosillo vocacional.

El caso era que ese aparato de aire acondicionado, cuyo "sonido" podía anular al más ruidoso de los motores inventados hasta el momento, me tenía mosqueado y no me dejaba pegar ojo. En sus entrañas, me decía yo, habrían millardos de bacterias perfectamente nutridas con la excelente mierda acumulada desde la inauguración del hotel. Bacterias grandes y fuertes como leones que se disputarían, sin titubeos, nuestros calentitos pulmones. Haber tenido la osadía de entrar en la habitación era toda una provocación. Yo estaba más cerca que nadie del peligro. Y no hacía otra cosa que torturarme con la escena de ver como me sacaban de allí con los pies por delante, víctima de miles de infecciones irreversibles. Y la viuda detrás, llamando a los del seguro con mi propio teléfono móvil.

Al final probamos de abrir la puerta del triste balcón, un balcón que de por sí incitaba al suicidio y que daba a una calle más tristes aún. Nos aprovechamos de un aire que, al menos a esas horas de la noche, era más fresco que el que podría fabricar ese endemoniado artefacto en toda su puñetera existencia. Tuvimos suerte. Mucha suerte.

Insisto en que no exagero ni un ápice en los detalles. Detalles que parecen tonterías tan tontas que por serlo tanto no debieran merecer ni siquiera ser citadas aquí. Pero, por poner un ejemplo, la primera noche mi mujer salió del lavabo con un trozo de la cadena del water en la mano. A partir de ese dia, cada vez que tenía que utilizar el servicio, se tenía que subir a un patético taburete para que el agua se llevara las creaciones más elaboradas de su biografía. Yo, un poco más alto, llegaba a la cisterna y prescindía de equilibrios innecesarios. La naturaleza es sabia y el taburete, enclenque de nacimiento, hizo bien en evitar relacionarse conmigo porque nuestra relación lo hubiese llevado directamente al contenedor de basura.

Otro detallito era que el agua que salía de la cisterna no se caracterizaba precisamente ni por su fuerza ni por su generosidad. Así que para no dejar rastros de comidas anteriores, había que tirar varias veces del hierro ( te recuerdo que la cadena había ya desaparecido). Lo de comer fabada y aliviarse de ella en el hotel era algo incompatible con la elegancia que me caracteriza.

Al agua de la ducha le temblaban las piernas casi siempre. Salía como si tuviera miedo de encontrarse con un sádico. Confieso que nos pudimos duchar todos los dias. Pero había que tomar varias precauciones. Si la cisterna de la taza (no sé por qué le llaman taza a algo que no hace otra cosa que engullir deshechos) se estaba llenando, el agua de la ducha corría, gota a gota, pegada a los azulejos de la pared. Ni siquiera tenía fuerza para cumplir con la ley de la gravedad y caer de forma vertical. Lo mismo ocurría si otro huésped del hotel tenía la genialidad de ducharse en el mismo momento. Pero si no se daban ninguna de las dos circunstancias, ducharse era algo posible e incluso agradable.

Aún pendientes de si nos habría cogido la triquinosis y de si éramos los únicos burros capaces de pasar la noche en ese hotel, al final caí rendido y no despegué los párpados superiores de los inferiores hasta que el teléfono móvil, en su función de despertador, se puso a gaznatear como una gallina histérica. Un nuevo dia amanecía y, con él, nuevas experiencias. Tocaba nuestro primer desayuno y nos imaginábamos a la abuela de la familia Monster sirviéndonoslo.

Mi mujer se levanta antes porque los dos tenemos algo que ganar. Yo me espanzurro a lo largo, ancho y en diagonal de la cama durante un cuarto de hora que me sabe a gloria, y ella entra en un lavabo con un aire puro, limpio y cristalino. De cambiar el orden de los factores, ella tampoco disfrutaría de la amplitud de una cama inmensa para uno solo, porque está pendiente de todo, ni de la pureza de un aire que yo me encargaría de romper a pedazos en unos pocos segundos.

Debo decir que, antes de nada, tan pronto como abrí los ojos, me toqué en un acto instintivo para cerciorarme de que estaba en el más acá y que le di a la parienta un par de codazos por ver si se movía. Todas las pruebas, como deducirás (si no ya me dirás quien escribe este blog), resultaron satisfactorias, muy satisfactorias sobre todo si lo comparamos con lo que me esperaba, que no era otra cosa que no salir de allí.

Bajamos a un sotanillo que hacía las funciones de comedero para los huéspedes. Comprobé, muy aliviado, que no éramos los únicos tontos capaces de alojarnos en aquel hotel y que no había ningún coche fúnebre en la puerta, por lo cual optamos por seguir poniendo el aire acondicionado durante el resto de la estancia.

Sólo se servían desayunos. Había una mujer muy presta a todo, menos a llenar las jarras de sus correspondientes zumos con la intención, supuse yo, de ahorrar al máximo. La mujer nos miraba como pidiéndonos perdón por haber nacido. Y por, ya que había nacido, haber nacido idiota. Pero no lo era, era sólo su forma de mirar la que me llevaba a tal deducción. Si le pedías algo iba rápido al interior de una inmensa cocina vacía, como si corriera una maratón, y pronto salía con la lengua fuera y con la petición. En mi caso era el zumo de naranja, que no se libraba nunca de escaquearlo.

El desayuno, sin grandes lujos, era correcto y suficiente. No habían piñas naturales ni otras frutas exóticas ni tampoco un cocinero que te preparase unos huevos fritos con panceta, entre otras cosas porque tampoco se podían ver esos productos. Pero sí las correspondientes madalenas, pastitas variadas, quesos, embutidos. No podíamos quejarnos ni del desayuno, ni del servicio. Tal como te cuento una cosa, es justo que te cuente otra.

El primer dia de vacaciones decidimos quedarnos en Florencia y no abusar de las pocas energías que nos quedaban después del palizón que el viaje nos había proporcionado a todos por un igual.

Florencia

En el mapa que pude consultar por Internet me pareció ver lo mejor de Florencia, poco más o menos, pegado a la fachada de nuestro entrañable hotel, casi molestando para entrar y salir. Supuse que los turistas se amontonarían en los pasillos de nuestro hotel esperando el turno de entrar en los sitios más bellos de la ciudad, a escasos minutos de nuestro divertido dormitorio. Y veía a los pacientes turistas entrando y saliendo de nuestro cuarto de baño agradeciéndonos efusivamente nuestra generosidad. Sin embargo no fue así. Salimos a la calle decididos a servirnos exclusivamente del coche de San Fernando, un ratito a pie y el otro andando, para cubrir el trayecto que nos separaba del casco antiguo de la ciudad. Con eso de "ya verás como está en la siguiente esquina" nos pasamos más de dos horas soportando una calor despiadada que aumentaba a medida que aumentaba la mala hostia familiar. Al cabo de esas dos horas, pudimos constatar que estábamos dando vueltas como tontos sin llegar a ninguna parte, y sin saber dónde estábamos. Tanto es así que decidí preguntar si estábamos en Florencia.

Mi resistencia a aceptar la evidencia era férrea, y ya veía monumentos donde sólo habían contenedores de basura. Pero las tres mujeres ya me miraban como si me hubiera dado una insolación o como si estuviera completamente chalado. Por eso accedí a subir a un autobús. Los autobuses italianos tienen guasa. El primer día, por casualidad, el conductor me vendió los billetes, pero fuimos polizones durante dos días porque el chófer decía que no tenía tickets y no supimos entender donde comprarlos. Al final nos enteramos que los vendían en los estancos y en algunos bares con licencia para vender tabaco. Son ganas de mezclar los cojones con el trigo.



Los conductores italianos parecían obsesionados en consumar un suicidio colectivo cada vez que se ponían al volante del autobús. Alcanzaban una velocidad a la que no me atrevería a ir ni en la autopista por calles por las que no sé si pasaría mi utilitario. Pero ellos no tienen manías. Ninguna. A cada trayecto me esperaba que saliera cualquier cosa de cualquier esquina. Fuera lo que fuera, nos lo hubiesemos llevado por delante, exceptuando otro autobús igual de loco como el nuestro. La verdad es que todavía me pregunto como, al doblar más de una esquina, no arrancábamos de cuajo los balcones del primer piso.

Si mi vida dependiera de contestar una pregunta a elegir entre física cuántica o el sistema de billetes de los autobuses de Florencia, elegiría, sin dudarlo, cualquier pregunta de física cuántica. Tendría muchas más posibilidades. Porque, a día de hoy, y ya son muchas las vueltas que le he dado al asunto, no consigo comprender como funcionaban. El misterio es que teníamos que pasarlos por una maquinita, como las que tienen en algunas empresas para fichar, y puesto que yo pasaba cualquier billete las veces que quería, no me hacía la idea de lo que era correcto hacer.

La Angustias, mi mujer, tenía miedo incluso de no sentir miedo. Y, claro, la primera vez que montamos en uno de esos autobuses decidió taparse los ojos para no ver como el autobús se llevaba por delante a la primera viejecita que se cruzara por el camino. Pero este miedo no la realizaba por completo, así que sintió pánico por si no nos bajábamos en la parada del hotel y terminábamos la noche durmiendo en un cajero. No es que los demás seamos unos linces, pero nos resulta fácil dominar paradas, horarios, combinaciones, etc. Un poco más y le arreo un mamporro cuando me soltó "a mi que me traigan y que me lleven". ¡Menuda confianza con la familia!












...Continuará en breve...

6 Comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante inicio de una historia de vacaciones. A cualquiera le puede pasar, pero no cualquiera escribe. Espero continuación en breve. Un saludo M M

Anónimo dijo...

La redacción, el vocabulario utilizado y las expresiones que empleas, para relatar las peripecias acaecidas, transmiten al lector mucho humor.
Elisa

Anónimo dijo...

Al gato no lo besaría ni que estuviera lleno de leche y yo loca de hambre. Jejej
M M

Anónimo dijo...

Si no te hubieras ido de vacaciones con tu familia, si hubieras escogido otro hotel, si no hubieras viajado en avión a ese lugar, si no hubieras comprado los pasajes por internet, si no hubiera...si no hubieras...si no hubieras....Pero si hubieras viajado a mi isla, tal vez...tal vez...tal vez...todo te hubiera salido diferente y hubieras disfrutado hasta de comer de mi manzana. M M

Anónimo dijo...

¿Esto continuará algún día? Me imagino que sí y así lo espero. Espero un final felíz.

Anónimo dijo...

A ver si terminas esto de una puta vez...